La casa de Asterión
Jorge Luis Borges
Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión
Apolodoro: Biblioteca, III, I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito1) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
1. El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos
Apolodoro: Biblioteca, III, I
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito1) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
1. El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos
El laberinto de Creta
Jorge Luis Borges
Este es el laberinto de Creta. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro que Dante imaginó como un toro con cabeza de hombre y en cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro y en cuya red se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos. Este es el laberinto de Creta cuyo centro fue el Minotauro y en cuya red se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto.
Del libro Atlas (1984)
Del libro Atlas (1984)
Palabras de Borges al recibir el doctorado Honoris Causa en la Universidad de Creta, en 1984.
“Estoy en Grecia, donde todo ha empezado.
Me avergüenza no saber griego y verme forzado a agradecerles en inglés.
Como poeta no puedo más que utilizar metáforas, y en esta ocasión utilizaré dos. La primera es aquella del retorno a la patria, el retorno de Ulises. Ulises tardó diez años para retornar a Itaca. Yo diría que regreso a Creta, que regreso a Grecia, veinticinco siglos después de que todo comenzara aquí mismo; aquí donde comenzó la reflexión, la dialéctica, la poesía, la filosofía, todo. Y regreso después de tantos siglos para agradecerles.
Esa es la primera metáfora. Pero hay una más, aún más extraña, y no queda más que elegir entre una de ambas. La segunda metáfora es el sentimiento de haber estado siempre aquí. Recuerdo haberle preguntado a mi padre el significado de las palabras Magna Grecia. Él respondió que eran el sur de Italia y Sicilia, y luego hablando solo continuó: “Acaso la Magna Grecia sea el mundo entero”.
Mis primeras lecturas fueron, recuerdo, las fábulas de los hermanos Grimm, Las mil noches y una, Alicia de Lewis Caroll y, por supuesto, la mitología griega.
De mi padre aprendí filosofía, comenzando por la célebre carrera entre Aquiles y la tortuga, de Zeón de Elea. Me impresionó profundamente esa paradoja, me parecía una especia de pesadilla: que la carrera continuara, que Aquiles no pudiera alcanzar a la tortuga, que la tortuga estuviera siempre delante de Aquiles y que todo continuara eternamente.
De la mitología griega me impresionaron los doce trabajos de Hércules, la expedición de los argonautas y, por supuesto, el mito del laberinto.
Pasé mi vida leyendo y escribiendo, y esas dos cosas me hicieron feliz. El mito del laberinto me interesó siempre. Sin embargo el laberinto no me produce sólo temor sino también una suerte de esperanza. Porque si el mundo es caos, estamos perdidos. Pero si es un laberinto, entonces queda alguna esperanza; existe un propósito: un plan secreto dentro de este caos aparente.
Pasé mi vida leyendo y escribiendo poesía; y toda la poesía proviene, como sabemos, al menos en Occidente, de Grecia. Y Grecia nos dio también la filosofía. Y al decir filosofía digo no sólo las respuestas sino también los enigmas y los cuestionamientos: enigmas y cuestionamientos que ocuparon a los presocráticos y a Platón.
Y ahora pueden elegir. Pueden considerarme un griego exiliado en América del Sur, que regresa a su patria; o decir que siempre estuve en Grecia -quiero decir, espiritualmente, no corporalmente.
Ya pueden escoger. Pero lo que quiero que comprendan -y sé que lo entienden, o más bien sienten (uno siente más que comprende)- es que me siento feliz aquí, muy dichoso de estar en Grecia, y que estaré aquí por siempre, aún cuando mi cuerpo esté ausente.”
Me avergüenza no saber griego y verme forzado a agradecerles en inglés.
Como poeta no puedo más que utilizar metáforas, y en esta ocasión utilizaré dos. La primera es aquella del retorno a la patria, el retorno de Ulises. Ulises tardó diez años para retornar a Itaca. Yo diría que regreso a Creta, que regreso a Grecia, veinticinco siglos después de que todo comenzara aquí mismo; aquí donde comenzó la reflexión, la dialéctica, la poesía, la filosofía, todo. Y regreso después de tantos siglos para agradecerles.
Esa es la primera metáfora. Pero hay una más, aún más extraña, y no queda más que elegir entre una de ambas. La segunda metáfora es el sentimiento de haber estado siempre aquí. Recuerdo haberle preguntado a mi padre el significado de las palabras Magna Grecia. Él respondió que eran el sur de Italia y Sicilia, y luego hablando solo continuó: “Acaso la Magna Grecia sea el mundo entero”.
Mis primeras lecturas fueron, recuerdo, las fábulas de los hermanos Grimm, Las mil noches y una, Alicia de Lewis Caroll y, por supuesto, la mitología griega.
De mi padre aprendí filosofía, comenzando por la célebre carrera entre Aquiles y la tortuga, de Zeón de Elea. Me impresionó profundamente esa paradoja, me parecía una especia de pesadilla: que la carrera continuara, que Aquiles no pudiera alcanzar a la tortuga, que la tortuga estuviera siempre delante de Aquiles y que todo continuara eternamente.
De la mitología griega me impresionaron los doce trabajos de Hércules, la expedición de los argonautas y, por supuesto, el mito del laberinto.
Pasé mi vida leyendo y escribiendo, y esas dos cosas me hicieron feliz. El mito del laberinto me interesó siempre. Sin embargo el laberinto no me produce sólo temor sino también una suerte de esperanza. Porque si el mundo es caos, estamos perdidos. Pero si es un laberinto, entonces queda alguna esperanza; existe un propósito: un plan secreto dentro de este caos aparente.
Pasé mi vida leyendo y escribiendo poesía; y toda la poesía proviene, como sabemos, al menos en Occidente, de Grecia. Y Grecia nos dio también la filosofía. Y al decir filosofía digo no sólo las respuestas sino también los enigmas y los cuestionamientos: enigmas y cuestionamientos que ocuparon a los presocráticos y a Platón.
Y ahora pueden elegir. Pueden considerarme un griego exiliado en América del Sur, que regresa a su patria; o decir que siempre estuve en Grecia -quiero decir, espiritualmente, no corporalmente.
Ya pueden escoger. Pero lo que quiero que comprendan -y sé que lo entienden, o más bien sienten (uno siente más que comprende)- es que me siento feliz aquí, muy dichoso de estar en Grecia, y que estaré aquí por siempre, aún cuando mi cuerpo esté ausente.”