Vidas paralelas (fragmentos)
Plutarco
Solón, Creso, Ciro.
Algunos creen que el viaje de Solón a la corte de Creso, rey de Lidia, es sólo una ficción de aquellos tiempos. Pero esta historia es tan acorde con el carácter de Solón, y son tantos los que la dan por cierta, y tanta su prudencia y su sabiduría, que será mejor no desecharla.
Se cuenta, pues, que Solón viajó a Sardis, la capital de Lidia, porque Creso le rogó que lo hiciera. La gente que nunca ha visto el mar, apenas se topa con un laguito cree que eso es el mar; así le pasó a Solón, que al entrar a los salones del palacio de Creso, vio uno tras otro a señores tan elegantes, que hablaban con tal gravedad ante funcionarios y guardias, que creía que cada uno de ellos era Creso. Por fin llegó a donde estaba el mismísimo rey Creso, vestido con tales ropas y tales joyas y tanto oro, que lucía, francamente, espectacular. Solón avanzó unos pasos hacia él, sin decirle ni media palabra de las que Creso se imaginaba que le diría, habida cuenta de su magnífica apariencia. Una persona más perspicaz se habría dado cuenta de que Solón veía toda aquella insolente ostentación con desprecio, pero Creso no se percató de nada. Antes bien, se empeñó en impresionar a Solón, así que pidió que tomaran sus tesoros y lo más llamativo que estaba en su guardarropa, y ordenó que todo se colocara a la vista de Solón, quien, como sabemos, encontraba bastante en sí mismo como para dejarse impresionar con la riqueza ajena.
Vio, pues, Solón, todas aquellas cosas. Entonces se acercó Creso y le preguntó:
–Dime, Solón, ¿conoces alguien que sea más feliz que yo?
Solón le respondió que sí, que había conocido a un vecino suyo, llamado Tello. Y le explicó que Tello había tenido una familia muy agradable, que jamás le había faltado lo necesario para vivir con dignidad, y que había tenido una muerte gloriosa, defendiendo aquello que amaba y aquello en lo que creía. Sus compatriotas honraban su memoria. Así que, de acuerdo con Solón, Tello había sido más feliz que Creso. Éste pensó que Solón era medio tonto, por no poner en el oro y la plata la medida de la felicidad, y por imaginarse que la vida de un individuo particular y plebeyo podía compararse a la suya propia, con tanta majestad y poderío. Con todo, volvió a preguntarle:
--Dime, Solón, además de Tello, ¿conoces a un hombre que sea más feliz que yo?
Solón le dijo que sí, que había conocido a dos hermanos, Cleobis y Bitón, que tenían una estupenda relación entre ellos y que amaban a su madre. Cuando ésta falleció, quisieron llevarla al templo de Juno, pero como los bueyes que tirarían de la carroza se tardaban en llegar, ellos mismos pusieron sus cuellos bajo el yugo de la carroza, y tiraron de ésta entre los aplausos, la admiración y la bendición de sus coterráneos. En el templo los dos hermanos hicieron libaciones y sacrificios, y ya no volvieron a salir, y se conoció claramente que habían sufrido una muerte libre de dolor y de incomodidad, en medio de enorme gloria y aplausos.
Para entonces Creso ya estaba enojado:
–¿Entonces tú no me das a mí ningún lugar entre los más felices de este mundo?– le dijo a Solón.
Solón, que no quería ni adularlo ni irritarlo más, le respondió:
--A los griegos, oh rey de Lidia, Dios nos ha concedido una medianía en muchas cosas, y nos ha hecho participantes de una sabiduría tranquila y confiada. Una sabiduría modesta, que jamás es regia ni brillante. Sabemos que la vida está sujeta a muy diversas fortunas; nuestra modesta sabiduría no nos deja engreírnos con los bienes presentes, ni admirar en las personas una felicidad que pueda tener mudanza con el tiempo. Cada uno tiene un porvenir muy variado, y por lo tanto muy incierto. Sólo tenemos por feliz a quien el buen hado le ha permitido ser dichoso hasta el fin. La felicidad de quien todavía vive y está sujeto a riesgos es insegura y falible, como la corona de laurel de quien todavía está compitiendo.
Creso dejó ver a las claras que estaba muy disgustado. Resulta que, en aquellos momentos, también invitado por Creso, estaba en el palacio el famoso Esopo, el escritor de las fábulas. Como Creso lo había tratado con mucha deferencia y lo agasajaba, se dirigió a Solón para amonestarlo y darle este consejo:
--Con los reyes, ¡oh Solón!, se ha de conversar poco o a su gusto.
Solón le respondió:
–No: con los reyes se ha de hablar muy poco o para su bien.
Pero entonces Creso ya no quería saber ni media palabra de Solón.
Solón volvió a Atenas apenas pudo hacerlo.
Un año más tarde, los ejércitos de Creso se enfrentaron a los del persa Ciro, y fueron derrotados. Los persas tomaron Sardis; Creso fue hecho prisionero, y Ciro decidió quemarlo vivo. La hoguera ya estaba dispuesta, y Creso fue atado de pies y manos sobre ella; cuando estaban a punto de encenderla, Creso gritó con todas sus fuerzas:
--¡Oh, Solón!
Tres veces seguidas gritó el nombre de Solón. Ciro se admiró mucho al oírlo, y negando el permiso para que encendieran la hoguera, mandó que le preguntaran quién era ese tal Solón, si un hombre o si un dios, cuyo nombre invocaba con tal vehemencia en tan grande infortunio. Creso le respondió con la verdad completa:
–Solón es un sabio griego, a quien mandé llamar hace unos meses, no para escucharlo o aprender nada de él, sino para presumirle mis riquezas y hacerle admirar lo que yo creía mi felicidad. Pero es mayor el mal de haberla perdido, que el bien de haberla poseído. Era una ficción de bien mientras fue presente, pero su mudanza remata en males gravísimos e insufribles tormentos. Solón, conjeturando entonces lo que ahora sucede, me apremiaba a que atendiera al término de la vida, y no me perjudicara a mí mismo, seduciéndome con opiniones inestables.
Ciro escuchó el relato y, como era más inteligente que Creso, aprendió la lección, puesto que estaba viendo confirmadas las verdades expuestas por Solón. Dejó en libertad a Creso, y hasta le guardó respeto.
Solón tuvo la gloria de que sus palabras le salvaran la vida a un rey e instruyeran a otro.
Solón, Anacarsis
Los escitas eran nómadas en su propio territorio, pero el príncipe Anacarsis fue más lejos y casi podría decirse que fue un nómada en Grecia. Recorrió la Hélade y adquirió fama de sabio. Cuando llegó a Atenas fue directo a la casa de Solón, que estaba en aquel entonces muy ocupado en la política y muy corto de tiempo. Tocó a la puerta.
–¿Qué quieres?– preguntó Solón, molesto.
–Quiero que seamos amigos y me recibas en tu casa– le dijo Anacarsis.
–Es mejor hacer amigos en la propia casa que ir a buscarlos fuera– replicóle Solón.
–Muy bien: si es así, tú, que estás en tu propia casa, ¿por qué no te haces mi amigo y me recibes?
A Solón le hizo gracia el ingenio de Anacarsis y lo recibió. Y en efecto, se hicieron amigos. Sus conversaciones eran muy animadas.
Solón preparaba sus leyes y estaba muy entusiasmado, pero Anacarsis se mostraba muy escéptico al respecto y se burlaba un poco:
–¿De verdad crees que con tus leyes vas a poder detener las ambiciones e injusticias de los ciudadanos? ¿No te das cuenta de que las leyes son como la tela de la araña, que atrapa a los débiles y a los escuálidos, pero deja escapar a los poderosos y a los ricos?
–Los hombres cumplen los contratos cuando no tiene interés en quebrantarlos ninguna de las partes– respondió Solón –y yo he unido las leyes a sus intereses de tal forma, que todos saben que lo que más les conviene es cumplirlas.
–Sí cómo no– se reía Anacarsis.
Las cosas, a la larga, salieron más conforme con las conjeturas de Anacaris que con las esperanzas de Solón.
Se cuenta también que Anacarsis tenía la impresión de que, entre los griegos, el hablar fuera cosa de los sabios y el juzgar fuera cosa de los necios.